
La “Muy Noble y Muy Leal” en este 2016, está conmemorando 224 años de trabajo editorial y de impresión. Se toma como punto de referencia la publicación realizada por Emilio Bacardí Moreau, en sus Crónicas de Santiago de Cuba, la cual acota que en 1792 la máquina de la imprenta pública del navarro Matías Alqueza, entintó su primera hoja, cuyo texto fue un sermón encargado por el padre Féliz Fernández de Veranes.
Si bien este acontecimiento es marca histórica, una institución se erige, cuando prácticas individuales o sociales le han dado forma como consecuencia de su quehacer y recepción popular, sin dudas, sedimentos que transforman la vida de los pueblos pero generalmente resultan invisibles porque se sintetizan hacia el interior de las sociedades y escasas veces son reflejados en la historiografía de la temática.
En tal sentido, no podemos obviar que en esta misma etapa del último tercio del siglo XVIII, pero mucho antes de 1792, los moradores de Santiago de Cuba, amén de su condición social, en la apacibilidad de una urbe marcada por su aspecto rural, desarrollaban varias acciones de carácter artístico – literaria, sin las cuales no hubiera sido posible acceder a desempeños mejores logrados, como los de Alqueza y los tantos otros que en el tiempo le sucedieron.
Aun en ciernes, la posesión de libros presupone entre tantas prácticas, el interés por la lectura, sin dudas indicadores a partir de los cuales cobraron rumbo la actividad editorial y de impresión en Santiago de Cuba. Un caso singular es el de Don Miguel Antonio Serrano, quien en 1779, declara en su testamento, tener entre sus bienes una librería, que lega a dos hermanas y a los hijos de ellas. A pesar de que su dueño no especifica las características de dicha librería, tanto su declaración, como legado familiar a varios herederos de dos generaciones, confirman la relevancia de la posesión, que debió ser cuantiosa, tener varios años de existencia y cierta consolidación social.
La función de esta librería debió ser fundamentalmente la de medio económico, lo que no excluye la incidencia cultural que pudo ejercer en el mismo medio familiar y social, lo que apunta a que en el Santiago de entonces había un interés por los libros, hechos que demuestran la necesidad de los hombres por cultivar el espíritu para sí y para los demás, pues si bien el hecho de vender y comprar libros apunta a un estatus material; leer y propiciar lecturas inclinan la balanza hacia la voluntad del espíritu, otro ejemplo del grado de circulación del pensamiento ilustrado en la sociedad santiaguera, las mismas que sostuvieron el ideario del siglo XVIII, no tan primario de como se suele interpretar y asumir hasta hoy.
Otro testamento, el de Nicolás Gabriel Díaz, dictado en 1783, menciona entre sus propiedades veinte y cinco libros, los que en el momento de redactar la escritura, están prestados a personas religiosas, mediante el oficio que propicia un Presbítero. El propietario pide, que una vez devueltos, se los entreguen en condición de herencia, al hijo de su amigo.
En esta mención tenemos otra práctica de la misma actividad, la de un hombre común -pues no es tratado de Don – dueño de un número considerable de libros, los que en el momento de dictar la escritura circulan de manera diferente a la anterior. En este caso están prestados sin límite de tiempo a personas de la Iglesia, la cual como centro de la vida política y cultural, realizó los proyectos instructivos más conscientes y consolidados de la época, así toda actitud formativa del ciudadano del siglo XVIII estuvo centrada en las diferentes formas de practicar el culto religioso, no por casualidad el primer impreso fue el sermón del padre Veranes. De esta manera, la Iglesia fue también la intermediaria entre los libros y las personas que tenían esas necesidades espirituales, en las que una vez más el fervor religioso cultivó el espíritu, sin importar si estos individuos tenían mayor, menor o igual tenencia de libros y posibilidades para adquirirlos.
Las variantes de la actividad cultural que se generan de ambos ejemplos, reproducen una parte del conjunto de las relaciones económico – sociales establecidas por el hombre del siglo XVIII, que dedicó parte de su capital privado al patrocinio de sus propios proyectos, por eso estos comportamientos resultan significativos, por ese carácter individual y espontáneo que poseen, pues no se trata de acciones estratificadas, sin embargo tuvieron el eco social propio de una sociedad que se estaba condicionando para el cambio.
Estas actitudes del Santiago dieciochesco, prepararon el camino para la feliz inauguración de la imprenta de Alqueza, uno de los primeros pasos hacia el desarrollo técnico de la sociedad, una empresa más sólida, con una incidencia social más acentuada, al ofrecer el navarro servicios públicos de impresión, por eso estos rebasaron con prontitud los fines de la propaganda religiosa, propiamente dicha, así aparecieron en blanco y negro, Actas, Estatutos, Leyes, Memorias Patrióticas para el conocimiento y uso común de la sociedad, documentos que dieron lugar a no pocas reyertas sociales, lo que demuestra el valor de agitador social, per se, que tiene un impreso.
En nuestras primeras imprentas, la actividad literaria, desarrolló todas sus variantes de producción y consumo, en estos talleres se recibían y escribían textos, los que luego se editaban, se imprimían y ponían a la venta del público. Con la imprenta de 1792, Santiago de Cuba se convirtió en ciudad impresa, ciudad colonizada pero no alienada, donde las actitudes literarias de los ciudadanos de toda la pirámide social, adquirieron nuevos rumbos de carácter oficial y permanente, expresión de la organización moderna que iba alcanzando nuestra sociedad.
En reverencia a los referentes de la historia de nuestra cultura, que nos identifican dentro de la nación y el mundo, las ediciones de la Oficina del Conservador de la Ciudad de Santiago de Cuba, adoptó el apellido del ilustre navarro.
Escrito por Bárbara Oraima Argüelles Almenares
NOTA: El grabado que ilustra el articulo es el tipo de imprenta existente en torno a 1790